viernes, 26 de septiembre de 2014

La silla de pensar


Mi hija Vera tiene casi tres años. Hace tres semanas empezó a ir al cole. Su padre y yo decidimos matricularla en el centro público más cercano. La escuela pública tiene algunas ventajas prácticas, la gratuidad es sin duda un condicionante esencial para nosotros. El Estado debería garantizar el derecho de mi hija a la educación, pero no lo hace. Vale sí, la van a enseñar a leer, a sumar y a tocar la flauta. A lavarse las manos antes de comer, a colgar el abrigo en su percha y a levantar la mano para intervenir. Pero educar es mucho más que eso.

A su corta edad y en sólo tres semanas, ya sabe que debe ir con el babi puesto, zapatillas con velcro y mochila sin ruedas para no hacer ruido. Curiosamente, mi hija ya se ha quejado de que en el comedor hay mucho ruido y le da miedo. Por lo demás, entra y sale contenta.

También ha aprendido que en su clase hay una silla mala: la silla de pensar. Y que debe hacer lo posible para no acabar sentada en ella. Sabe perfectamente los nombres de las niñas y niños que han pasado por allí y de los reincidentes. Sé que es una práctica habitual, pero no por ello me deja de parecer inapropiado, estigmatizante y antipedagógico. A parte de muy mal escogido el nombre: pensar es otra cosa.

Mi hija Vera todavía no tiene tres años y ya sabe que la coacción y el castigo forman parte del normal proceder de las instituciones educativas. ¿De verdad esto es necesario? ¿De verdad es educar?