Mi hija Vera tiene veinte meses.
Se escuchan muchas tonterías sobre lo difícil que
resulta educar a los hijos al margen de estereotipos de género. Es verdad que
mi hija es todavía muy pequeña como para identificarse con una princesa Disney,
pero no es menos cierto que la sociedad nos trata de adiestrar en el asunto
desde el mismo momento en que la ecografía de la semana veintidós revela una
vulva o un pene. Y que la última palabra la tenemos nosotros, que para eso
somos sus progenitores. Punto.
Hasta para comprar un simple babero en Prenatal, lo
primero que te preguntan es el sexo del bebé. Por no hablar de si lo que
quieres adquirir es un edredón para la cuna, la mochila de la guardería o
incluso los parasoles para la ventanilla del coche. Cuando vas a comprar ropa
el asunto se empieza a volver bastante surrealista. Pero, sin lugar a dudas, el
mercado de los juguetes se lleva la palma: eternos lineales meticulosamente
segregados con enormes letreros en rosa o en azul, no te vayas a equivocar y le
lleves a tu dulce muñequita un coche teledirigido. Hasta cuando pides un Happy
Meal en el puto McDonalds, se interesan por el sexo de tu criatura para
decidirse por la Hello Kitty o el super héroe Marvel de plástico.
El mundillo del cine y las series para niños, los
videojuegos, la pseudo literatura infantil… tampoco se quedan atrás a la hora
de dejar bien clarito el rol que le corresponde al infante según su sexo. Hace
poco a Vera le regalaron un libro supuestamente educativo, Josefa y los opuestos: largo-corto, grande-pequeño, dentro-fuera,
¡hombre-mujer!... Con qué sutileza lo programan a uno desde la cuna para vivir enfrentado
a la otra. Y viceversa.
Y luego, claro, está el contexto cotidiano: la
tía-abuela solterona que se afana en tejer ingentes cantidades de chaquetitas
rosas de perlé cuajaditas de lazos. La vecina cotilla del quinto que sigue
insistiendo en lo mona que estaría la nena con sus pendientitos: si total, ni
se va a enterar, unas lagrimillas y se le olvida en dos minutos… Y lo mona que
estaría. ¡Y dale!
O ese amigo tan abierto de mente (eso sí que no te lo
esperabas): al final le compré el kit de planchar, te dice, tampoco es cuestión
de ser más papista que el Papa, al fin y al cabo, así funciona el mundo, no los
vamos a criar en una burbuja.
Mi hija Vera no lleva pendientes, no soporta
horquillas ni coletas y sus zapatillas favoritas son azul marino, así que lo
más común es que la confundan con un niño en el parque (¿por qué iba a ser una
niña?); su primer apellido es el materno, lo que ha ocasionado alguna que otra
reacción de desconcierto entre los funcionarios del registro civil de Santiago:
déjeme consultar la solicitud de su documento de identidad, al tiro encontramos
una solución.
A parte de eso, a Vera le encantan las galletas de chocolate.
Las manzanas. Las uvas. Los libros de animales. Bailar. Que le dibuje ranas y
caracoles. Trepar por cualquier objeto trepable e intrepable. Encaramarse al lavabo
para jugar con el agua. El cepillo de dientes. Los palitos. La arena. Construir
torres de Tente. Destruirlas. Los globos. Meter monedas en cajitas de cartón. Los
toboganes. Ver fotografías de objetos en Internet y nombrarlos: ¡caacol!,
¡hoja!, ¡yobú!, ¡pa!... Los perros. Los gatos. Las palomas. Los leotardos. Agrupar
objetos por categorías: las pelotas con las pelotas, los peluches con los
peluches. Una almohada que tiene con su nombre. Ponerse y quitarse gorros. El
baño. Las pompas de jabón. Soplar las velitas de cumpleaños, aunque no sea su
cumpleaños. Dormir. Jugar al escondite. El dos. El cinco…
¿Acaso todo esto no forma parte de su incipiente
identidad? ¿Acaso hay algo en todo esto que signifique alguna clase de
discriminación según su género? No. La discriminación la imponemos los adultos,
desde fuera.
Mi hija Vera tiene veinte meses, así que pasa de
etiquetas, sesgos y prejuicios, como todos los párvulos. Muestra interés por
todo lo que le rodea sin hacer juicios de valor. Simplemente, explora
constantemente su entorno e integra sus experiencias, aprendiendo a ser en
función de los recursos que ponemos a su disposición.
Así que, la próxima vez que me pregunten en el Toysrus
si es niño o niña, volveré a contestar que qué más da, que a ella lo que le
gusta es que yo le dibuje caracoles.