jueves, 11 de julio de 2013

Aba= agua
Agua= paraguas
Bobo= globo
Caacol= caracol
Caallo= caballo
Caca= caca
Caca= vaca
Caio= carro
Cocó= Pocoyo
Eto mamá= esto es de mamá
Eto papá= esto es de papá
Fo= flor
Gaja= gracias
Gaja= gafas
Gaja= jirafa
Gogo= gorro
Guagua= perro
Guta= me gusta
Hoja= hoja
Iaiá= bailar
Ico= cinco
Igo= abrigo
Inna= mandarina
Itá= pintar
Itta= tortillita
Itta= almohadita
Jajá= bajar
Jojo= rojo
Ma= más
Mamá= mamá
Mana= manzana
Mano= mano
Mano= cumpleaños
Mumo= zumo
Nana= rana
No= no
No hay na= no hay nada
Nono= mono
No ta= no está
Ñañá= bañarse
Ona= moneda
Ora= aspiradora
Oso= oso
Otayo= leotardos
Oya= hola
Ota= pelota
O ta= dónde está
Pa= pan
Paio= palo
Papá= papá
Paió= pantalón
Pato= pato
Pato= zapato
Pato= sapo
Pató= tapón
Poio= pollo
Poma= paloma
Puppo= pulpo
Qui ta= aquí está
Tata= galleta
Tao= chao
Tatá= cantar
Tato= gato
To= dos
Tobú= autobús
Toto= roto
Totó= botón
Tuto= chupete
Una= Luna
Uno= uno
Ubá= jugar
Uva= uva
Yaya= yaya/abuela
Yobú= yogur

domingo, 7 de julio de 2013

Recuerdos

Querida Vera,

tal vez cuando leas esto, hayas olvidado por completo que cuando tenías poco más de un año viviste en Santiago. O quizás, sólo quizás, conserves algún recuerdo difuso. O incluso alguno de esos recuerdos infantiles que se le quedan a uno tatuados en el alma con asombrosa nitidez, emergiendo con todo lujo de detalle bajo la luz indiscreta del foco de la memoria: como en una pintura hiperrealista.

Me pregunto de qué materia estarán hechos esos recuerdos tuyos, si es que existen ya y entonces, mis neurotransmisores inician un viaje en el tiempo hacia el momento exacto de mi primer recuerdo, que es en blanco y negro, como la señal de aquel televisor.

Había anochecido detrás de unas cortinas de psicodélicos floripondios setenteros, mis padres fumaban con la mirada absorta en el moderno aparato de sólo dos canales y un bebé dormía plácidamente en el dormitorio contiguo: mi hermana Marta, tu tía Marta.

Yo me dejaba acariciar por dentro por aquel confortable diálogo de silencios entre papá y mamá, arrodillada en la alfombra, apoyada sobre los codos en una mesa de cristal color humo, manipulando primorosamente un fajo de calcomanías como quien desenvuelve un paño de terciopelo rojo que cobija un tesoro. Ojalá el tiempo se hubiera detenido en ese preciso instante para siempre.

Entonces tenía la edad que tú tienes ahora, aproximadamente, así que no sería nada extraño que tu primer recuerdo se haya forjado aquí, en Santiago: en un lugar remoto entre la cordillera de los Andes y el océano Pacífico. Como el primer episodio evocable de la historia de tu vida.

Tal vez recuerdes el día en que subimos al cerro de San Cristóbal: uno a uno quisiste escalar tú solita aquellos interminables peldaños, de la mano de mamá y papá. Los contamos todos para ti: uno, dos, tres, diez, veinte, cien… O el día en que probaste por primera vez las sopaipillas: sentada en tu silla de plástico azul, con los ojos abiertos como platos, agarrada a tu sopaipilla como si no hubiera más en el mundo, devorándola a mordiscos generosos en un único plano secuencia. O cuando fuimos con la tía Jose al Mercado Central a comer mariscos y un chilenito de la mesa de al lado se arrancó a bailar una Cueca Nortina con su madre, al son de una guitarra. Un improvisado corrillo de público entregado animaba a los danzarines. Y tú en primera fila. Observando la escena. Divertida. Sonriente. Con esa sonrisa tuya. ¡Ay, tu sonrisa!...

Los recuerdos son la huella de nuestro pasado y el sentido de nuestro futuro, mi niña. Y son muy importantes, porque le muestran a uno de dónde viene, por dónde anduvo y, si eres lista y estás atenta, también te revelarán adónde vas.

Son como el faro del alma, los recuerdos.

Te quiero,

Mamá.

viernes, 5 de julio de 2013

Caracoles


Mi hija Vera tiene veinte meses.

Se escuchan muchas tonterías sobre lo difícil que resulta educar a los hijos al margen de estereotipos de género. Es verdad que mi hija es todavía muy pequeña como para identificarse con una princesa Disney, pero no es menos cierto que la sociedad nos trata de adiestrar en el asunto desde el mismo momento en que la ecografía de la semana veintidós revela una vulva o un pene. Y que la última palabra la tenemos nosotros, que para eso somos sus progenitores. Punto.

Hasta para comprar un simple babero en Prenatal, lo primero que te preguntan es el sexo del bebé. Por no hablar de si lo que quieres adquirir es un edredón para la cuna, la mochila de la guardería o incluso los parasoles para la ventanilla del coche. Cuando vas a comprar ropa el asunto se empieza a volver bastante surrealista. Pero, sin lugar a dudas, el mercado de los juguetes se lleva la palma: eternos lineales meticulosamente segregados con enormes letreros en rosa o en azul, no te vayas a equivocar y le lleves a tu dulce muñequita un coche teledirigido. Hasta cuando pides un Happy Meal en el puto McDonalds, se interesan por el sexo de tu criatura para decidirse por la Hello Kitty o el super héroe Marvel de plástico.

El mundillo del cine y las series para niños, los videojuegos, la pseudo literatura infantil… tampoco se quedan atrás a la hora de dejar bien clarito el rol que le corresponde al infante según su sexo. Hace poco a Vera le regalaron un libro supuestamente educativo, Josefa y los opuestos: largo-corto, grande-pequeño, dentro-fuera, ¡hombre-mujer!... Con qué sutileza lo programan a uno desde la cuna para vivir enfrentado a la otra. Y viceversa.

Y luego, claro, está el contexto cotidiano: la tía-abuela solterona que se afana en tejer ingentes cantidades de chaquetitas rosas de perlé cuajaditas de lazos. La vecina cotilla del quinto que sigue insistiendo en lo mona que estaría la nena con sus pendientitos: si total, ni se va a enterar, unas lagrimillas y se le olvida en dos minutos… Y lo mona que estaría. ¡Y dale!

O ese amigo tan abierto de mente (eso sí que no te lo esperabas): al final le compré el kit de planchar, te dice, tampoco es cuestión de ser más papista que el Papa, al fin y al cabo, así funciona el mundo, no los vamos a criar en una burbuja.

Mi hija Vera no lleva pendientes, no soporta horquillas ni coletas y sus zapatillas favoritas son azul marino, así que lo más común es que la confundan con un niño en el parque (¿por qué iba a ser una niña?); su primer apellido es el materno, lo que ha ocasionado alguna que otra reacción de desconcierto entre los funcionarios del registro civil de Santiago: déjeme consultar la solicitud de su documento de identidad, al tiro encontramos una solución.

A parte de eso, a Vera le encantan las galletas de chocolate. Las manzanas. Las uvas. Los libros de animales. Bailar. Que le dibuje ranas y caracoles. Trepar por cualquier objeto trepable e intrepable. Encaramarse al lavabo para jugar con el agua. El cepillo de dientes. Los palitos. La arena. Construir torres de Tente. Destruirlas. Los globos. Meter monedas en cajitas de cartón. Los toboganes. Ver fotografías de objetos en Internet y nombrarlos: ¡caacol!, ¡hoja!, ¡yobú!, ¡pa!... Los perros. Los gatos. Las palomas. Los leotardos. Agrupar objetos por categorías: las pelotas con las pelotas, los peluches con los peluches. Una almohada que tiene con su nombre. Ponerse y quitarse gorros. El baño. Las pompas de jabón. Soplar las velitas de cumpleaños, aunque no sea su cumpleaños. Dormir. Jugar al escondite. El dos. El cinco…

¿Acaso todo esto no forma parte de su incipiente identidad? ¿Acaso hay algo en todo esto que signifique alguna clase de discriminación según su género? No. La discriminación la imponemos los adultos, desde fuera.

Mi hija Vera tiene veinte meses, así que pasa de etiquetas, sesgos y prejuicios, como todos los párvulos. Muestra interés por todo lo que le rodea sin hacer juicios de valor. Simplemente, explora constantemente su entorno e integra sus experiencias, aprendiendo a ser en función de los recursos que ponemos a su disposición.

Así que, la próxima vez que me pregunten en el Toysrus si es niño o niña, volveré a contestar que qué más da, que a ella lo que le gusta es que yo le dibuje caracoles.