sábado, 6 de abril de 2013

¡A urgencias, por favor!


Querida Vera,

hace cinco días llegamos a Santiago de Chile.

Todo el mundo en España me decía que no ibas a notar nada, que los niños se adaptan rápidamente y asumen los cambios de manera mucho más natural que los adultos. Seguramente sea cierto, pero la verdad es que llevabas unos días algo revuelta. Normal, después de un viaje tan largo.

Y bueno, anoche no podías dormir, mi niña. Estuvimos cuarenta y cinco minutos dando paseos de la sala a la cama: una de las ventajas de abandonar la acogedora seguridad de la cuna es que uno puede apearse solito e irrumpir en el salón cuando le venga en gana: aún aferrado al chupete: arrastrando la almohadita con paso firme.

Y así fue. Más de veinte veces hiciste este recorrido. Más de veinte veces mamá te tomó con paciencia de la mano, celebrando en cada ocasión el rito del beso de buenas noches, el abrazo, el arrullo... Pero entonces rompiste a llorar y a retorcerte inquieta y me di cuenta de que no era la falta de sueño lo que te mantenía despierta.

- ¿Qué te pasa, mi niña? ¿Qué tienes, mi amor?

La cuestión: acabamos pidiéndole al conserje que nos llamara a un taxi para ir a urgencias a las dos de la madrugada santiaguina. Para tranquilidad de tías, abuelas y demás allegados, adelanto que no era nada grave. Pero, ¡qué vamos a hacerle!, somos padres primerizos y una erupción en la espalda es más que suficiente para hacer saltar todas las alarmas.

- Al hospital infantil de urgencias más cercano, por favor.

Quince minutos después, estábamos en el hospital público Luis Calvo Mackena, un hospital pediátrico que estaba hasta la bandera de pequeños pacientes con pacientes progenitores dispuestos a pasar toda la noche en una sala de espera, en los pasillos, en las escaleras del hospital...

Después de tomar nota de tus datos, nos hicieron pasar a una consulta colectiva de enfermería donde, junto con otras madres y sus respectivos retoños, una enfermera resuelta y experimentada pesaba a los niños, les tomaba la temperatura, les medía la tensión…

Por suerte, todo indicaba que tus molestias no respondían a nada importante.

- La guagua no tiene fiebre y todos sus valores están bien. Ármense de paciencia, tienen cuatro horas de espera.

Por desgracia, acababa de ingresar un niño muy malito. Como es natural, el abarrotado hospital de guardia atendería cada caso por orden de emergencia y, por lo tanto, tu dermatitis y sus picores pasarían a los últimos puestos de la lista de espera.

- ¿Y si buscamos un hospital privado?, dijo entonces papá.

En ese momento me acordé de nuestro ambulatorio de Villalba: aún público, universal y gratuito cuando salimos para Santiago, pero ya repleto de pancartas contra los recortes, manifestantes en bata blanca, listas de firmas por el “no” a la privatización de la Sanidad…

Y me puse muy triste, mi nena, pensando en que quizás (¡ojalá me equivoque!), en un futuro cercano: tu futuro, la salud no sea un derecho ya en ningún rincón del planeta, sino un privilegio para el que se la pueda costear. Y la Sanidad pública, universal y gratuita sólo una quimera de generaciones pasadas que creíamos en la construcción de un mundo más humano.

Tomamos un taxi y nos dirigimos a la Clínica Santa María. Privada, por supuesto. Nos recibió una señorita muy sonriente, con pinganillo al oído y una de esas máquinas para pasar la tarjeta de crédito, encima de la mesa.

- Buenas noches, ¿en qué puedo ayudarles?

Le contamos la película y nos pidió un documento de identificación.

- Pueden pasar, el doctor la verá en un momento. El pasaporte de la niña lo retendremos en la clínica hasta que abonen el importe de la consulta.

Una enfermera nos acompañó de inmediato a un pulcro y bonito habitáculo, decorado con figuras de animales para nosotros solos:

- Vamos a medirle la tensión. ¡Nena, mira la jirafa! ¡El león! ¡El cocodrilo!...

Luego llegó el doctor. Te exploró con mimo y profesionalidad. Se interesó por nuestra estancia en Santiago.

- Dermatitis por contacto, diagnosticó.

Nos firmó una receta. Le contamos que salimos de casa apresuradamente, que fuimos al hospital público, que olvidamos los papeles del seguro que nos cubre los gastos sanitarios y a penas sin dinero. Le contamos también el episodio del pasaporte, al entrar en la clínica. Nos miró sorprendido. Cogió el informe y salió de la consulta, para volver a entrar con los papeles dos minutos después:

- Digan en recepción que esta consulta no tiene costo, yo me hago responsable y, si no remite, pueden volver en cuarenta y ocho horas sin coste adicional.

Ahora los sorprendidos éramos nosotros.

- Gracias, DOCTOR.

Tomamos otro taxi de vuelta a casa. Era viernes por la noche y la comuna de Providencia bullía de juventud celebrando la vida y el fin de semana. Tú lo mirabas todo por la ventanilla con ojos como platos, a pesar de que eran casi las cuatro de la madrugada. Una adolescente con los ojos encendidos fumaba por la ventanilla de un taxi con medio cuerpo fuera.

Y yo no pude contener alguna que otra lagrimilla. Pensaba: si pudiera transmitirle a los políticos que hacen las leyes, que deciden sobre la vida de la gente, que manejan los derechos de las personas en términos de euros, de pesos… lo que siento ahora. Si pudiera, si alguien pudiera hacerles entender.

Pero ellos no entienden, nena, mi niña, mi amor. El mundo que queremos tenemos que hacerlo nosotros, los ciudadanos, las personas. Y en el mundo que yo quiero para ti ningún derecho se compra con dinero.

No sé resignarme, así que, habrá que seguir peleando.

Te quiero,

Mamá.

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