Querida Vera,
hace cinco días
llegamos a Santiago de Chile.
Todo el mundo en
España me decía que no ibas a notar nada, que los niños se adaptan rápidamente
y asumen los cambios de manera mucho más natural que los adultos. Seguramente
sea cierto, pero la verdad es que llevabas unos días algo revuelta. Normal,
después de un viaje tan largo.
Y bueno, anoche no
podías dormir, mi niña. Estuvimos cuarenta y cinco minutos dando paseos de la
sala a la cama: una de las ventajas de abandonar la acogedora seguridad de la
cuna es que uno puede apearse solito e irrumpir en el salón cuando le venga en
gana: aún aferrado al chupete: arrastrando la almohadita con paso firme.
Y así fue. Más de
veinte veces hiciste este recorrido. Más de veinte veces mamá te tomó con
paciencia de la mano, celebrando en cada ocasión el rito del beso de buenas
noches, el abrazo, el arrullo... Pero entonces rompiste a llorar y a retorcerte
inquieta y me di cuenta de que no era la falta de sueño lo que te mantenía
despierta.
- ¿Qué te pasa, mi
niña? ¿Qué tienes, mi amor?
La cuestión:
acabamos pidiéndole al conserje que nos llamara a un taxi para ir a urgencias a
las dos de la madrugada santiaguina. Para tranquilidad de tías, abuelas y demás
allegados, adelanto que no era nada grave. Pero, ¡qué vamos a hacerle!, somos
padres primerizos y una erupción en la espalda es más que suficiente para hacer
saltar todas las alarmas.
- Al hospital
infantil de urgencias más cercano, por favor.
Quince minutos
después, estábamos en el hospital público Luis Calvo Mackena, un hospital pediátrico
que estaba hasta la bandera de pequeños pacientes con pacientes progenitores
dispuestos a pasar toda la noche en una sala de espera, en los pasillos, en las
escaleras del hospital...
Después de tomar
nota de tus datos, nos hicieron pasar a una consulta colectiva de enfermería
donde, junto con otras madres y sus respectivos retoños, una enfermera resuelta
y experimentada pesaba a los niños, les tomaba la temperatura, les medía la
tensión…
Por suerte, todo
indicaba que tus molestias no respondían a nada importante.
- La guagua no
tiene fiebre y todos sus valores están bien. Ármense de paciencia, tienen
cuatro horas de espera.
Por desgracia,
acababa de ingresar un niño muy malito. Como es natural, el abarrotado hospital
de guardia atendería cada caso por orden de emergencia y, por lo tanto, tu
dermatitis y sus picores pasarían a los últimos puestos de la lista de espera.
- ¿Y si buscamos un
hospital privado?, dijo entonces papá.
En ese momento me
acordé de nuestro ambulatorio de Villalba: aún público, universal y gratuito
cuando salimos para Santiago, pero ya repleto de pancartas contra los recortes,
manifestantes en bata blanca, listas de firmas por el “no” a la privatización
de la Sanidad…
Y me puse muy
triste, mi nena, pensando en que quizás (¡ojalá me equivoque!), en un futuro
cercano: tu futuro, la salud no sea un derecho ya en ningún rincón del planeta,
sino un privilegio para el que se la pueda costear. Y la Sanidad pública,
universal y gratuita sólo una quimera de generaciones pasadas que creíamos en
la construcción de un mundo más humano.
Tomamos un taxi y
nos dirigimos a la Clínica Santa María. Privada, por supuesto. Nos recibió una
señorita muy sonriente, con pinganillo al oído y una de esas máquinas para
pasar la tarjeta de crédito, encima de la mesa.
- Buenas noches,
¿en qué puedo ayudarles?
Le contamos la
película y nos pidió un documento de identificación.
- Pueden pasar, el doctor la verá en un momento. El pasaporte de la niña lo retendremos en la clínica hasta que abonen el importe de la consulta.
- Pueden pasar, el doctor la verá en un momento. El pasaporte de la niña lo retendremos en la clínica hasta que abonen el importe de la consulta.
Una enfermera nos
acompañó de inmediato a un pulcro y bonito habitáculo, decorado con figuras de
animales para nosotros solos:
- Vamos a medirle
la tensión. ¡Nena, mira la jirafa! ¡El león! ¡El cocodrilo!...
Luego llegó el doctor. Te exploró con mimo y profesionalidad. Se interesó por nuestra estancia en Santiago.
Luego llegó el doctor. Te exploró con mimo y profesionalidad. Se interesó por nuestra estancia en Santiago.
- Dermatitis por
contacto, diagnosticó.
Nos firmó una
receta. Le contamos que salimos de casa apresuradamente, que fuimos al hospital
público, que olvidamos los papeles del seguro que nos cubre los gastos
sanitarios y a penas sin dinero. Le contamos también el episodio del pasaporte,
al entrar en la clínica. Nos miró sorprendido. Cogió el informe y salió de la
consulta, para volver a entrar con los papeles dos minutos después:
- Digan en
recepción que esta consulta no tiene costo, yo me hago responsable y, si no
remite, pueden volver en cuarenta y ocho horas sin coste adicional.
Ahora los
sorprendidos éramos nosotros.
- Gracias, DOCTOR.
Tomamos otro taxi
de vuelta a casa. Era viernes por la noche y la comuna de Providencia bullía de
juventud celebrando la vida y el fin de semana. Tú lo mirabas todo por la
ventanilla con ojos como platos, a pesar de que eran casi las cuatro de la
madrugada. Una adolescente con los ojos encendidos fumaba por la ventanilla de
un taxi con medio cuerpo fuera.
Y yo no pude
contener alguna que otra lagrimilla. Pensaba: si pudiera transmitirle a los
políticos que hacen las leyes, que deciden sobre la vida de la gente, que manejan
los derechos de las personas en términos de euros, de pesos… lo que siento
ahora. Si pudiera, si alguien pudiera hacerles entender.
Pero ellos no
entienden, nena, mi niña, mi amor. El mundo que queremos tenemos que hacerlo
nosotros, los ciudadanos, las personas. Y en el mundo que yo quiero para ti ningún
derecho se compra con dinero.
No sé resignarme,
así que, habrá que seguir peleando.
Te quiero,
Mamá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario