viernes, 5 de julio de 2013

Caracoles


Mi hija Vera tiene veinte meses.

Se escuchan muchas tonterías sobre lo difícil que resulta educar a los hijos al margen de estereotipos de género. Es verdad que mi hija es todavía muy pequeña como para identificarse con una princesa Disney, pero no es menos cierto que la sociedad nos trata de adiestrar en el asunto desde el mismo momento en que la ecografía de la semana veintidós revela una vulva o un pene. Y que la última palabra la tenemos nosotros, que para eso somos sus progenitores. Punto.

Hasta para comprar un simple babero en Prenatal, lo primero que te preguntan es el sexo del bebé. Por no hablar de si lo que quieres adquirir es un edredón para la cuna, la mochila de la guardería o incluso los parasoles para la ventanilla del coche. Cuando vas a comprar ropa el asunto se empieza a volver bastante surrealista. Pero, sin lugar a dudas, el mercado de los juguetes se lleva la palma: eternos lineales meticulosamente segregados con enormes letreros en rosa o en azul, no te vayas a equivocar y le lleves a tu dulce muñequita un coche teledirigido. Hasta cuando pides un Happy Meal en el puto McDonalds, se interesan por el sexo de tu criatura para decidirse por la Hello Kitty o el super héroe Marvel de plástico.

El mundillo del cine y las series para niños, los videojuegos, la pseudo literatura infantil… tampoco se quedan atrás a la hora de dejar bien clarito el rol que le corresponde al infante según su sexo. Hace poco a Vera le regalaron un libro supuestamente educativo, Josefa y los opuestos: largo-corto, grande-pequeño, dentro-fuera, ¡hombre-mujer!... Con qué sutileza lo programan a uno desde la cuna para vivir enfrentado a la otra. Y viceversa.

Y luego, claro, está el contexto cotidiano: la tía-abuela solterona que se afana en tejer ingentes cantidades de chaquetitas rosas de perlé cuajaditas de lazos. La vecina cotilla del quinto que sigue insistiendo en lo mona que estaría la nena con sus pendientitos: si total, ni se va a enterar, unas lagrimillas y se le olvida en dos minutos… Y lo mona que estaría. ¡Y dale!

O ese amigo tan abierto de mente (eso sí que no te lo esperabas): al final le compré el kit de planchar, te dice, tampoco es cuestión de ser más papista que el Papa, al fin y al cabo, así funciona el mundo, no los vamos a criar en una burbuja.

Mi hija Vera no lleva pendientes, no soporta horquillas ni coletas y sus zapatillas favoritas son azul marino, así que lo más común es que la confundan con un niño en el parque (¿por qué iba a ser una niña?); su primer apellido es el materno, lo que ha ocasionado alguna que otra reacción de desconcierto entre los funcionarios del registro civil de Santiago: déjeme consultar la solicitud de su documento de identidad, al tiro encontramos una solución.

A parte de eso, a Vera le encantan las galletas de chocolate. Las manzanas. Las uvas. Los libros de animales. Bailar. Que le dibuje ranas y caracoles. Trepar por cualquier objeto trepable e intrepable. Encaramarse al lavabo para jugar con el agua. El cepillo de dientes. Los palitos. La arena. Construir torres de Tente. Destruirlas. Los globos. Meter monedas en cajitas de cartón. Los toboganes. Ver fotografías de objetos en Internet y nombrarlos: ¡caacol!, ¡hoja!, ¡yobú!, ¡pa!... Los perros. Los gatos. Las palomas. Los leotardos. Agrupar objetos por categorías: las pelotas con las pelotas, los peluches con los peluches. Una almohada que tiene con su nombre. Ponerse y quitarse gorros. El baño. Las pompas de jabón. Soplar las velitas de cumpleaños, aunque no sea su cumpleaños. Dormir. Jugar al escondite. El dos. El cinco…

¿Acaso todo esto no forma parte de su incipiente identidad? ¿Acaso hay algo en todo esto que signifique alguna clase de discriminación según su género? No. La discriminación la imponemos los adultos, desde fuera.

Mi hija Vera tiene veinte meses, así que pasa de etiquetas, sesgos y prejuicios, como todos los párvulos. Muestra interés por todo lo que le rodea sin hacer juicios de valor. Simplemente, explora constantemente su entorno e integra sus experiencias, aprendiendo a ser en función de los recursos que ponemos a su disposición.

Así que, la próxima vez que me pregunten en el Toysrus si es niño o niña, volveré a contestar que qué más da, que a ella lo que le gusta es que yo le dibuje caracoles.

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