domingo, 7 de julio de 2013

Recuerdos

Querida Vera,

tal vez cuando leas esto, hayas olvidado por completo que cuando tenías poco más de un año viviste en Santiago. O quizás, sólo quizás, conserves algún recuerdo difuso. O incluso alguno de esos recuerdos infantiles que se le quedan a uno tatuados en el alma con asombrosa nitidez, emergiendo con todo lujo de detalle bajo la luz indiscreta del foco de la memoria: como en una pintura hiperrealista.

Me pregunto de qué materia estarán hechos esos recuerdos tuyos, si es que existen ya y entonces, mis neurotransmisores inician un viaje en el tiempo hacia el momento exacto de mi primer recuerdo, que es en blanco y negro, como la señal de aquel televisor.

Había anochecido detrás de unas cortinas de psicodélicos floripondios setenteros, mis padres fumaban con la mirada absorta en el moderno aparato de sólo dos canales y un bebé dormía plácidamente en el dormitorio contiguo: mi hermana Marta, tu tía Marta.

Yo me dejaba acariciar por dentro por aquel confortable diálogo de silencios entre papá y mamá, arrodillada en la alfombra, apoyada sobre los codos en una mesa de cristal color humo, manipulando primorosamente un fajo de calcomanías como quien desenvuelve un paño de terciopelo rojo que cobija un tesoro. Ojalá el tiempo se hubiera detenido en ese preciso instante para siempre.

Entonces tenía la edad que tú tienes ahora, aproximadamente, así que no sería nada extraño que tu primer recuerdo se haya forjado aquí, en Santiago: en un lugar remoto entre la cordillera de los Andes y el océano Pacífico. Como el primer episodio evocable de la historia de tu vida.

Tal vez recuerdes el día en que subimos al cerro de San Cristóbal: uno a uno quisiste escalar tú solita aquellos interminables peldaños, de la mano de mamá y papá. Los contamos todos para ti: uno, dos, tres, diez, veinte, cien… O el día en que probaste por primera vez las sopaipillas: sentada en tu silla de plástico azul, con los ojos abiertos como platos, agarrada a tu sopaipilla como si no hubiera más en el mundo, devorándola a mordiscos generosos en un único plano secuencia. O cuando fuimos con la tía Jose al Mercado Central a comer mariscos y un chilenito de la mesa de al lado se arrancó a bailar una Cueca Nortina con su madre, al son de una guitarra. Un improvisado corrillo de público entregado animaba a los danzarines. Y tú en primera fila. Observando la escena. Divertida. Sonriente. Con esa sonrisa tuya. ¡Ay, tu sonrisa!...

Los recuerdos son la huella de nuestro pasado y el sentido de nuestro futuro, mi niña. Y son muy importantes, porque le muestran a uno de dónde viene, por dónde anduvo y, si eres lista y estás atenta, también te revelarán adónde vas.

Son como el faro del alma, los recuerdos.

Te quiero,

Mamá.

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